El siguiente texto corresponde al capítulo 15 del Libro "NEUROEDUCACIÓN: sólo se puede aprender aquello que se ama" (Alianza Editorial, 2010), dedicado a analizar cómo interactúa el cerebro con el medio que le rodea en el momento de la enseñanza y el aprendizaje, a partir de los datos que aporta la ciencia.
Por Francisco Mora*
¿Por qué enseñar a los estudiantes en clases amplias, con grandes ventanales y luz natural es mejor y produce más rendimiento que la enseñanza impartida en clases angostas y pobremente iluminadas? ¿En qué medida los colegios, los institutos de enseñanza media o las universidades, que se han construido y se están construyendo en las grandes ciudades, modelan la forma de ser y pensar de aquellos que se están formando? ¿Es posible que la arquitectura de los colegios no responda hoy a lo que de verdad requiere el proceso cognitivo y emocional para aprender y memorizar, acorde a los códigos del cerebro humano y verdadera naturaleza humana y sean, además, potenciadores de agresión, insatisfacción y depresión? ¿Hasta qué punto vivir constreñido en el espacio de un aula, lejos de las grandes extensiones de tierra con horizontes abiertos o montañas, árboles, de suelos alfombrados de verde o secos matojos no ha alterado los códigos básicos del aprendizaje y la memoria? Todas estas son preguntas actuales, persistentes, que inciden en la concepción de una nueva neuroeducación.
Hace bastante tiempo que sabemos que los habitantes de grandes ciudades tienen unas tasas altas de ansiedad y neurosis, de estrés crónico y, desde luego, de enfermedades mentales, entre las que sobresalen la depresión y la esquizofrenia.
Es más, hoy sabemos, por estudios de resonancia magnética nuclear, que dichas personas tienen una actividad aumentada de varias áreas del cerebro emocional, entra ellas, y en particular, la amígdala, ese detector constante de miedos, peligros y dolores, pero también de la corteza cingulada, que focaliza la atención y forma parte de la organización de toda conducta emocional. Lo que si sabemos es que, en su origen, estas dos áreas del cerebro, junto a muchas otras, son generadoras de la cascada de mecanismos que organizan las respuestas al estrés cada vez que una persona siente que se invade su espacio mínimo personal. Y todo esto está ya entronizado, de modo inconsciente, en los cerebros del ser humano actual. ¿Hasta qué punto esto no incide en la intimidad familiar e influye en el niño y su educación? ¿Acaso todo ello no conforma un marco de percepciones y emociones que envuelve un cerebro en formación? De lo que no cabe la menor duda es de que toda percepción genera una reacción emocional sutil o brusca y aguda, de bueno o malo, de atractivo o rechazo, de acercamiento o huída, de desagrado o belleza, y de esta percepción, aguda o continuada, de ese marco cotidiano, no está ausente el edificio, las paredes del aula, el aula misma y los espacios de recreo del colegio.
Y es de este modo que para los arquitectos del proyecto y la construcción de los colegios, o de cualquier otro edificio donde se enseña, empiezan a pesar considerandos importantes, como que los edificios que construyen no sólo deberían tener exquisita razón y cálculo en su diseño y construcción, sino también emoción y sentimiento en grado sublime y, desde luego, su impacto sobre el funcionamiento específico de un cerebro que aprende y memoriza. La nueva neuroarquitectura estudia perspectivas inéditas con las que poder romper tiempos y espacios “a secas” para reconvertirlos en tiempos y espacios "humanos", en espacios de un nuevo orden y complejidad que obedezcan y potencien la expresión y el funcionamiento de los códigos que el cerebro trae al nacimiento.
Con ello se espera establecer un nuevo diálogo con el entorno, creando en los colegios formas innovadoras que hagan sentirse a los niños con más bienestar mientras aprenden, memorizan y cambian, se conforman y construyen sus cerebros. Porque es cierto que el cerebro se remodela constantemente, ya lo hemos señalado, en los espacios que los arquitectos construyen y más si estos son colegios. Y a esto apunta la Academia de Neurociencias para el estudio de la arquitectura en Estados Unidos, que ha reunido arquitectos y neurocientíficos para "entre discusiones y tormentas cerebrales" poder concebir hoy nuevos modos de construir. Sin duda, esto debería tener una enorme repercusión para la neuroeducación.
Se trata de nuevos edificios en los que, aún siendo importante y fundamental su diseño arquitectónico, vayan más allá de sus paredes y se contemple la luz, la temperatura y el ruido que tanto influyen en el rendimiento mental, porque este se deteriora si las personas no se sienten a gusto donde están o hay estímulos en el entorno que los distraen o, en general, si las condiciones no son las adecuadas para la realización de una actividad mental determinada. Y, sin duda, esto es esencial en el caso del colegio.
Pero controlar el nivel de luz, utilizar luz natural, mantener la temperatura y la humedad adecuada de la clase y los niveles de ruido puede resultar muy complejo y depende en gran medida de la idoneidad de cada niño, dándose el caso de que para algunos muy poco ruido pueda ser soporífero o situaciones en que la intensidad de luz adecuada para otros puede hacer difícil a lectura o la escritura para otros pocos. Y esto es todavía mas crítico en la clase de alumnos de primaria (con cerebros envueltos en esa vorágine de crecimiento sináptico), para los que las fuentes de luz, el diseño de las ventanas o los flujos de aire pueden ser particularmente influyentes. Y todavía más allá, considerar los entornos del colegio donde se sigue educando y aprendiendo, y no debería ser lo mismo hacerlo en patios con paredes grises y cementadas o en espacios amplios, verdes y húmedos.
Y permítanme un añadido, que no deja de tener interés mirando a ese casi inmediato futuro que son los próximos 50 años. Me refiero a algunas reflexiones recientes acerca de la profusa construcción de rascacielos en el mundo y esa tendencia de las arquitecturas "hacia arriba" en las grandes ciudades, que encaja con esa otra tendencia que predice que las poblaciones de seres humanos vivirán en las grandes ciudades. Precisamente, los estudios de las Naciones Unidas ya adelantan que, de los más de 9.000 millones de seres humanos que posiblemente habiten la tierra en el año 2050, mas de 6.000 vivirán en ciudades, es decir, dos de cada tres seres humanos nacidos en los próximos 30 años. Esto es lo que ha llevado a muchos arquitectos a justificar, basándose en la sostenibilidad de las ciudades, la difícil comunicación social, los transportes, así como la seguridad, salubridad, agua, alimentos y energía, que el futuro de estas grandes ciudades solo será posible si se construyen “hacia arriba” y no en horizontal, es decir, a vivir en futuros rascacielos.
Pero ¿es posible hacer esto sin antes conocer en profundidad la fisiología del cerebro humano y sus códigos neuronales de funcionamiento? ¿Está el cerebro humano, millones de años viviendo y construyendo su naturaleza a pie de tierra firme, viendo, oliendo y tocando verdes, nieves y hielos, diseñado para vivir dos terceras partes de su vida en el aire, por encima de las nubes y en permanente visión de azules infinitos? ¿Podría ser este desconocimiento el origen de nuevas patologías, nunca antes conocidas, en un cerebro en desarrollo? ¿Podría, en relación especifica con la enseñanza en los niños, violar los códigos heredados a lo largo de millones de años a ir en detrimento, pues, de la enseñanza y ese mismo aprendizaje? Esto ha llevado recientemente a considerar si esta civilización occidental, la más adelantada en tantas cosas, no estará malinterpretando la relación del hombre con un nuevo macroambiente que afecte al crecimiento y al envejecimiento, los sentimientos y los pensamientos, el aprendizaje y hasta la memoria ancestral de los seres humanas. Qué duda cabe que son estas preguntas y estas dudas las que han llevado a muchos arquitectos a un renovado interés en su trabajo y a considerar, ayudando a los neurocientíficos, encontrar nuevos niveles de exploración de la mente humana.
*Francisco Mora es doctor en Medicina por la Universidad de Granada y doctor en Neurociencia por la Universidad de Oxford (Inglaterra). Es catedrático de Fisiología Humana de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid y catedrático Adscrito del Departamento de Fisiología Molecular y Biofísica de la Universidad de Iowa en EE.UU. Es miembro del Wolfson College de la Universidad de Oxford. Sus libros mas recientes incluyen NEUROEDUCACIÓN: solo se puede aprender aquello que se ama, ¿Se puede retrasar el envejecimiento del cerebro? (2010), El Dios de Cada Uno: por qué la neurociencia niega la existencia de un dios universal (2011), ¿Está nuestro cerebro diseñado para la felicidad? (2012). Mail: franciscomorateruel@gmail.com