Según la UNESCO, el turismo está amenazando el patrimonio de la humanidad a tal punto que en este momento es un factor más relevante que las mismas guerras. La afirmación del organismo internacional puede parecer increíble, sobre todo si consideramos los hitos del triste palmarés de destrucción por parte del Estado Islámico (templo de Baal en Palmira, además de mezquitas, iglesias católicas y estatuas milenarias) y de Al-Qaeda, que destruyó los Budas de Bamiyán, uno de los casos de destrucción deliberada que más le duele a Occidente.
Más allá de que usted y yo no nos sintamos representantes del estereotipo del turista en sandalias y calcetas, la presión del turismo está afectando gravemente la conversación de centros arqueológicos, sitios patrimoniales y lugares históricos alrededor del mundo. ¿Por qué es tan difícil establecer un límite? Simple. Es un rubro increíblemente rentable.
Consideremos que anualmente mueve alrededor de 7,58 billones de dólares en todo el mundo y en economías como la española ya representa el 11,2% de los ingresos anuales (2015). Con 47 millones de habitantes, el país ibérico recibió en 2014 a casi 65 millones de turistas, mientras que entre enero y septiembre de 2015, 54,4 millones de visitantes internacionales habían entrado al país. Más allá de las ventajas económicas de turistear en un país atrapado por la crisis, es demostración de una tendencia que seguirá al alza a medida que la clase media global aumente y se lance a conocer el planeta en el que viven.
Monumentos amenazados y food trucks
Como rentable recurso de explotación económica que es, el turismo logra que la arquitectura, el urbanismo y el Estado a través de sus políticas públicas se alineen y giren al compás de millones de turistas alrededor del mundo que pretenden absorber en un tiempo limitado todo lo que un destino turístico puede entregarles como experiencia. Como señala la UNESCO en el informe anteriormente señalado, del listado oficial de patrimonio cultural de la humanidad, el 75% se ve afectado por una "mala gestión institucional": sobreexplotación turística, especulación inmobiliaria en torno a hitos turísticos y desafortunadas intervenciones normativas y urbanísticas.
Los monumentos, hitos históricos y destinos naturales -en fin, todo lo que merece una postal- simultáneamente se enfrentan tanto a nuevos desafíos logísticos para dar abasto a los crecientes volúmenes de turistas, como de conservación para que estos lugares se conserven adecuadamente. Mientras tanto, las ciudades reconocidas y admiradas por su "identidad" o cultura (o lo que entendemos que deberían ser a partir de lo que sabemos de ellas) se encuentran en la encrucijada que identificaba Rem Koolhaas en "La Ciudad Genérica" hace 20 años y que sigue siendo válida hoy en día: mientras más fuerte sea su "identidad", también lo será su resistencia a la expansión y renovación.
Esa "identidad" fácil de empaquetar y comercializar es precisamente su principal atractivo (turístico), tal como ocurre en ciudades como París y Nueva York. Todos tenemos una idea -aunque sea vaga- sobre cómo son sin necesariamente haberlas visitado. Y si llegamos a conocerlas, esperamos que la experiencia real calce con nuestras expectativas sobre cómo son. Para cumplir con este objetivo, la arquitectura juega un rol fundamental, a través de escenografías y atmósferas que encajen con la experiencia que se promociona. Asimismo, permite construir rápidamente nuevas identidades, logrando que las tendencias globales del turismo (barrios creativos, experiencias urbanas, turismo social, turismo cero carbono) puedan ser rápidamente escalables en ciudades de todo el mundo.
Mientras la UNESCO teme por la protección del patrimonio heredado tras milenios de desarrollo de la Humanidad, el fenómeno Guggenheim permite que nuevas ciudades se suman al circuito turístico global, gracias a una construcción contemporánea que se convierta en un ícono global rápidamente, como ocurrió con Bilbao tras la construcción del icónico museo diseñado por Frank Gehry en 1997. Si la opción no es la edificación de íconos, bien la arquitectura y el urbanismo permiten el surgimiento deliberado de una serie de barrios que se jacten de albergar/atraer industria creativa y una seductora oferta cultural, ofreciendo experiencias únicas a quienes rechacen el estereotipo del turista descrito anteriormente.
Por ejemplo, la imagen de los barrios latinoamericanos de La Roma (México DF), El Poblado (Medellín) y Barrio Italia (Santiago) es sospechosamente similar, a raíz de la adopción deliberada de una estética copiada del comercio local y de barrio hace décadas atrás: la carta del restorán escrita a mano con tiza en un cartel tipo paloma, la adopción de anglicismos para valorizar sus propios productos ofrecidos y de paso, desmarcarse identitariamente de la competencia (cupcakes por "magdalenas", beer por "cerveza", food trucks para referirse a carros ambulantes de comida), la bicicleta como símbolo cultural y estatus social, con calles amigables con el peatón, bien conectadas con el resto de la ciudad, pero lo suficientemente alejadas de avenidas de alto tráfico, una amplia gama de oferta cultural segmentada y la restauración (y gentrificación en el caso de La Roma) del patrimonio arquitectónico original del barrio.
Si no están convencidos, recomiendo leer esta descripción del barrio Colonia Roma, que puede encajar cómodamente en la del resto de barrios mencionados.
Nadie quiere ser Venecia
Mientras la iniciativa pública-privada crean nuevas experiencias turísticas urbanas a través de la arquitectura y el urbanismo, el desgaste de los monumentos e hitos históricos ha forzado a las autoridades a recurrir a soluciones rápidas, postergando una respuesta definitiva para más adelante. Venecia es el caso por excelencia: una ciudad amada por los turistas, odiada por los residentes, castigada por el cambio climático y despreciada por urbanistas.
A pesar de su rico patrimonio arquitectónico, su deterioro en manos del turismo global de masas asusta al resto de las ciudades turísticas. Temen convertirse en otra burda escenografía de parque temático invadida por turistas irresponsables, y con autoridades permisivas que piensan en la banda magnética de las tarjetas de crédito.
Para cuantificar el nivel de explotación de Venecia, consideremos que con 60.000 habitantes, recibe anualmente a 25 millones de turistas de todo el mundo, pero tal como advierte la excorresponsal de "The New York Times" Elizabeth Becker, "la gente que hace negocio con Venecia no son los venecianos".
En una entrevista al diario español El País advierte que los precios de las propiedades se han disparado, el comercio local no cuenta con cláusulas de protección, la falsificación se apoderó de las remodelaciones y los residentes comenzaron a abandonar la ciudad. De hecho, para el año 2030 Venecia podría convertirse en una ciudad fantasma, a raíz de un explosivo cóctel: calentamiento global, excesivo costo de vida y sobrecarga de turistas.
Mientras tanto, en otro punto de la costa del mar Mediterráneo, la activista antidesahucios Ada Colau dejó claro en la reciente campaña electoral que la convirtió en alcaldesa de Barcelona que evitará que la ciudad con 7,5 millones de visitantes al año, se convierta en una Venecia ibérica, estableciendo "límite de carga", pues "podemos crecer más, pero no sé hasta donde".
Que el turismo genera ingresos económicos y empleos para los locales no basta como argumento para cerrar la discusión y quedarnos callados. Está claro que la ciudadanía se queda al margen de los beneficios del turismo como recurso de explotación económica, a pesar que gran parte del atractivo de nuestras ciudades pasa por nuestro propio aporte a la sociedad. Marcar una línea y definir quiénes pueden turistear es infructífero, pues seguirán haciéndolo quiénes puedan pagarlo. Por lo tanto, el constante crecimiento de la masa de personas interesadas en conocer el mundo implica abordar estos desafíos a largo plazo: exigir la participación de los involucrados activos, establecer nuevos mecanismos de defensa del patrimonio y limitar la explotación turística para evitar su fatiga.
Mientras que quienes turisteamos, es el momento de pensar cuál es el verdadero objetivo de hacerlo (y cómo lo hacemos). Ojalá sea más allá de decir "yo estuve ahí".