Para mí, y creo que para la mayoría de las personas que día con día exigen de sus cuerpos sólo lo más cotidiano, es fácil entenderme no como un cuerpo que piensa sino como una mente con cuerpo. Como si mi cuerpo me contuviera sin realmente ser yo misma. ¿Somos un cuerpo o tenemos un cuerpo? La pregunta ha sido confrontada por distintos filósofos desde los tiempos de Platón y, para ser realista, no seré yo quien dé con la respuesta. Y en realidad no estoy buscándola; ni siquiera me habría detenido a pensar en ello si no fuera porque la semana pasada fui a Dia:Beacon y conocí (¡por fin!) las Elipses Torcidas de Richard Serra.
Un poco como la arquitectura, la escultura de gran escala se vive de dos maneras: la primera es consumiéndola como un todo; observarla desde lejos para entenderla como una forma. La otra—la más personal—es habitándola para realmente experimentar su escala. Sucede algo curioso cuando estás parado frente a algo tan contundente y, por no encontrar una mejor manera de describirlo, tan material.
Según la página de Dia:Beacon, "Estas instalaciones a gran escala de láminas de acero contorsionadas se preocupan por la orientación y el movimiento, desestabilizando nuestra experiencia del espacio mientras intentamos comprender cada volumen escultural. Son parte de la investigación de Serra sobre la experiencia encarnada de la percepción." Disculpen que me aleje un poco de la jerga artística, pero la mejor manera que se me ocurre para describir la experiencia de habitar estos espacios es que, estando ahí, no me cabía duda de que soy un cuerpo, materia enfrentándose a materia que, aunque es evidentemente pesada y estática, logra parecer bailar sin esfuerzo.
Ya había escrito antes acerca del peligro que radica en propagar una arquitectura inherentemente visual, ocupándonos de estimular a la visión y dejando a un lado a los demás sentidos. Esta convicción la mantengo más firme que nunca, y aseguro que, como arquitectos, hay algo que aprender dentro de la sala de Serra en Dia:Beacon.