¿Qué sucede con el espacio público de una ciudad que ha aprendido a aceptar la violencia como cotidiana? Aunque es ingenuo creer que la arquitectura por sí misma puede solucionar problemas políticos y sociales complejos, también es importante entender cómo y desde dónde puede actuar para incidir de alguna manera, por más pequeña que resulte.
Sin duda, la ola de violencia que ha surgido en México durante este siglo es más palpable en ciertas regiones del país, resultando en sociedades vulnerables y abatidas por la inseguridad. Desde el 2005, la arquitecta mexicana Tatiana Bilbao ha participado en el desarrollo de un proyecto multidisciplinar en Culiacán, ciudad capital del estado de Sinaloa reconocida ampliamente por la violencia relacionada al narcotráfico que alberga.
El Jardín Botánico Culiacán es un espacio público que a partir del 2002 emprendió un ambicioso proyecto bajo la dirección de Agustin Coppel. Se comenzó a reclutar a diversos artistas para visitar el sitio e idear piezas de arte que se integraran al Jardín, aportado al espacio una dimensión artística que detona variadas reacciones en sus visitantes, funcionando como una experiencia estética, sensorial e intelectual.
Increíblemente, esta pequeña ciudad en el norte de México es el hogar de un espacio con obras de artistas internacionalmente reconocidos como James Turrell, Olafur Eliasson, Dan Graham, Richard Long, Gabriel Orozco, Teresa Margolles, y más.
En la siguiente entrevista, Bilbao nos cuenta acerca de las fases que ha tenido el proyecto, las que faltan por completar, el compromiso social del arquitecto al trabajar con comunidades que desconoce y las ventajas de presentar arte contemporáneo fuera de la “caja blanca” del museo tradicional.
¿Cuándo y cómo fue que te involucraste con este proyecto?
Tatiana Bilbao (TB): En realidad no hay un año de inicio del proyecto… te puedo decir que yo llegué en junio del 2005. El Jardín Botánico ha tenido muchas evoluciones. Al principio estaba don Carlos Murillo enfocado en esta labor increíble de hacer una colección botánica. Después se involucró Agustín [Coppel] y comenzó a donar una que otra pieza de su colección de arte y eventualmente invitó a Patrick Charpenel a ayudarlo con la curaduría del sitio. Ahí fue cuando todo comenzó a transformarse, entre el 2004 y el 2005. Patrick propuso emprender un proyecto más ambicioso, comisionando a cada artista invitado a hacer una pieza de sitio-específico para el Jardín. Entonces me invitaron a mí; llegué y dije, ¿por qué no hacemos un proyecto integral?
Lo primero que decidimos fue que nuestro objetivo primordial era hacer un proyecto que reforzara el Jardín Botánico y lo llevara a ser de los mejores del mundo. Para ello teníamos que invertir mucho en la idea de la colección, cómo se vive y cómo se conforma, en términos físicos y espaciales. Taller de Operaciones Ambientales entró a hacer una clasificación de todo lo que había en el Jardín, e hizo un levantamiento 1:1. En ese momento Patrick pedía a los artistas que fueran a conocer el sitio y se sensibilizaran al espacio y el contexto social que lo rodea. Nosotros en paralelo, tratamos de encontrar una plataforma que nos ayudara a integrar todo: el jardín existente, la colección de arte, y la construcción de algunos edificios o pabellones que hicieran funcionar al programa.
Primero nos adentramos a ver, en términos de estructura, qué era lo que requería el Jardín: bodegas, espacios de oficina, áreas de mantenimiento y lugares para los empleados. Por el otro lado, la parte botánica: recolección de semillas, herbario, invernadero... finalmente toda la parte del programa educativo y de arte: auditorio, salón para clases, espacios expositivos y una biblioteca. Hicimos un programa que dividimos por todo el jardín y que se empezó a construir por fases.
El Jardín Botánico Culiacán es un proyecto en el que has trabajado por más de diez años. Como arquitecta, ¿qué consideras que se gana al desarrollar un proyecto con tanta pausa?
TB: Se gana muchísimo. Al principio, era uno de mis primeros proyectos y era muy emocionante, sigue siendo, la verdad es de mis proyectos favoritos. Pero en ese momento era el único. Yo pensaba “¡ya, que se empiece; que se acabe!” Quería verlo todo terminado. Y ahora que ha pasado tanto tiempo pienso, qué increíble...
Una de las cosas que se ha dejado de entender es el tiempo que la arquitectura requiere, y es muy perjudicial. Por un lado hay una cosa de lo efímero o de la rapidez en la que se puede hacer la arquitectura, y para unos programas funciona el hecho de quitarle la carga de la permanencia. Pero creo que en cuanto a espacios públicos, es mejor que tengan un tiempo amplio para producirse. Como arquitecto el tiempo te da permiso de ver qué es lo que pasa; de entender qué es el lugar; reaccionar más a profundidad. Sobre todo te da permiso a ti de entenderlo.
Y de todas formas no lo entendemos del todo, te aseguro que alguien de Culiacán lo entiende mejor que yo. No nací ahí y no es mi cultura, pero creo que darme la oportunidad de vivirlo más me posibilitó actuar distinto.
En una ciudad con los problemas sociales que enfrenta Culiacán, ¿qué rol tiene la arquitectura?
TB: De entrada la responsabilidad más grande es la de no creer que lo sabes todo. Es muy arrogante llegar pensando que vas a resolver algo que no conoces. Es necesario asumir el papel de que eres el eslabón que menos conoce el lugar de todos los que están ahí. Actuando de esa manera, sí hay un beneficio en ver las cosas desde fuera.
En el Jardín es increíble ver cómo confluyen todo tipo de personas y se ha convertido en un oasis dentro de la ciudad. Es muy curioso porque el acceso es libre y confluyen todos los estratos de la ciudad, y todas las edades, de alguna manera yo lo veo como un refugio. El hecho de haber generado—y no lo generé yo sino Carlos Murillo hace muchos años—un espacio democrático que pueda ofrecer actividades interesantes para todos los estratos de la ciudad, es valioso para la ciudad y al final se vuelve un refugio.
Eso es lo que deberíamos de promover, en términos de espacio público, tiene que ser un espacio democrático, abierto y tiene que ofrecer posibilidades para todos. Que el espacio no resista a que la sociedad decida qué puede hacer con él es la mejor arquitectura para un espacio público. Es lo que ha sido un éxito en el Jardín Botánico de Culiacán.
Nunca he visto a las personas interactuar con el arte como lo hacen en este lugar: sin saber siquiera que es considerado arte y, sin embargo, pareciendo entender que algo está pasando ahí diferente a lo que sucede en el resto de la ciudad. ¿A qué se debe?
TB: ¿Sabes qué fue ahí? Romper la caja blanca. Eso sí fue algo de lo que no nos dimos cuenta hasta que ya estábamos ahí. Es impresionante cómo el Jardín Botánico está promoviendo el arte contemporáneo en Culiacán de una manera que no lo ha hecho nada y no lo hubiera hecho nada más.
Por ejemplo, el Museo de Arte de Sinaloa [MASin] se ha transformado mucho y ha tenido exposiciones increíbles, pero sigue siendo un museo. Sigue existiendo una restricción y no todo mundo se atreve a ir, porque finalmente es una institución, un espacio cerrado. Al meter el arte de una manera tan espontánea y justamente sin restricciones en un espacio abierto, comienza a interactuar con la gente.
Y bajo las reglas que impone la gente…
TB: Totalmente. Por ejemplo, fue muy curioso lo que pasó con la pieza de Teresa Margolles, una serie de bancas de cemento mezclado con agua de la morgue que se utilizó para lavar cuerpos de víctimas del narcotráfico. Las instalamos, pero durante un año no tuvieron la inscripción que contaba lo que sucedía con la pieza. Cuando por fin se colocó, se armó una revolución. La gente fue al gobierno, las señoras que las habían utilizado se armaron de valor y se quejaron profundamente de que nadie les había explicado esto. No entendían por qué. Entonces Teresa fue al Jardín y dio una plática, y de repente estas señoras se volvieron las principales promotoras del arte en el Jardín.
Y eso es lo que tiene que hacer el arte contemporáneo, justamente trata de eso, de ser el reflejo de su tiempo y de que la gente pueda reflexionar sobre las cosas que suceden a través de él. Hay arte más político que otro, este evidentemente es muy político, pero también es un tema social. Y eso jamás hubiera pasado en un museo. Estas señoras ya se acercaron al arte de una manera muy importante, muy fuerte, por haberse confrontado con él y haber tenido la oportunidad de hacerlo cotidiano. Ahí está la clave, donde se rompieron los muros y el arte se volvió algo cotidiano.
A mí entonces esto me habla mucho de cómo actuar en un lugar. A cualquiera se le hubiera ocurrido en este caso la gran idea de, teniendo una colección y alguien que donara el dinero, ¡hagamos un museo, genial! ¿Y qué hubiera pasado? Nada. El arte no hubiera permeado en la sociedad. Eso me lleva a pensar en cómo actuar desde muchos ángulos y a entender que no puedes imponer un programa como arquitecto. No es fácil desapegarse de eso y no creo que yo lo he logrado por completo, en el Jardín fue una increíble coincidencia.
No es fácil alejarte de lo que traes atrás. Sin embargo a mí sí me ha enseñado a reflexionar sobre cada paso que doy… cómo actuar, cómo no imponer mi pensamiento de algo que yo creo que es bueno. Si esto hubiera sido un museo obviamente las intenciones habrían sido buenísimas… pero no necesariamente una buena intención genera un buen resultado. De haber participado en este proyecto aprendí a siempre cuestionarme si realmente lo que propongo es la mejor solución para este lugar, para esta cultura… Me ha hecho integrar a todo tipo de personas en mi proceso.