Hace algunas semanas vimos desplomarse edificios en la ciudad de Morelos en México, producto de un sismo de grado 7,1. Esa desgracia nos hizo recordar que somos igualmente vulnerables ante este tipo de desastres, y por unos días la prensa buscó en el COEN, INDECI y cuanto experto podía encontrar información sobre la posibilidad de un evento similar en nuestro país, y cómo afectaría nuestras urbes.
Como era de esperar, se puso en evidencia la gran vulnerabilidad de las ciudades de la costa, en especial Lima, y no tanto por la calidad del suelo, sino por el abrumador porcentaje de viviendas construidas sin ningún tipo de intermediación profesional, y por ende carentes de un diseño sismo resistente que aporte seguridad a sus habitantes.
Construir tanto en arenales como en laderas de los cerros demanda estructuras especiales que en estos casos no se han previsto, a ello se suma el hecho que, como gran parte de estos barrios son producto de invasiones, no ha habido una planificación urbana mínima que garantice el acceso de ambulancias o motobombas a las zonas altas. Mayor peligro corren las viviendas construidas dentro de las fajas marginales de los ríos, o en las quebradas, donde se han concentrado los damnificados producto del niño costero 2017.
Hasta aquí el panorama es sombrío, pero podría significar una oportunidad para la ciudad. Los expertos consultados han coincidido que se debe resolver con urgencia la precariedad de los barrios más vulnerables, y ello podría ser el motor para abordar la planificación urbana desde un enfoque estratégico y adaptativo: estratégico porque debiera estar estructurado mediante grandes intervenciones urbanas que aceleren los procesos de cambio, y adaptativo porque debiera trabajarse con y desde las personas, verificando el impacto de dichas intervenciones durante su proceso de implementación.
Ciudades como Medellín, San Pablo y Río de Janeiro han podido resolver estos escenarios de riesgo mediante la implementación de políticas de regeneración urbana que han permitido liberar las zonas más vulnerables, densificando las más propicias. Esto, de la mano con políticas de vivienda social, ha permitido mantener la localía de las familias afectadas.
Este enfoque se estrella con el cortoplacismo de nuestra política y la caducidad de nuestros instrumentos de planificación, hace casi treinta años que no se aprueba un Plan de Desarrollo Urbano para Lima, y eso no es simple dejadez. Es evidente que la planificación urbana no ha sido una prioridad para los últimos alcaldes, y en gran parte debido a que los instrumentos de planificación tradicionales son demasiado abstractos y obligan a pensar en horizontes temporales que superan los cuatro años de gestión.
En ese contexto, la planificación estratégica y adaptativa abordada desde grandes proyectos urbanos permite visibilizar los resultados desde el inicio del proceso, y genera un contexto propicio para insertar cambios estructurales que beneficien el desarrollo de la ciudad.
Estamos en el último trimestre del 2017, el niño costero vuelve a ser tema de discusión dado que nos aproximamos a un nuevo período de lluvias y no se han realizado los cambios prometidos en el marco de la reconstrucción. Pensar en planificar y ejecutar en tan poco tiempo ha demostrado ser inviable, pero si abordamos la planificación desde el mencionado enfoque podríamos no solo resolver las urgencias, sino proponer una nueva forma de ordenar el desarrollo de nuestras ciudades. Los mencionados “cambios”, debieran pensarse más que precediendo las obras, como consecuencia de las mismas, bajo un enfoque de planificación y de desarrollo sostenible.