Según el censo del 2007, el último del que conocemos resultados, cerca del 50% de la población limeña vive en barrios urbano marginales (BUM) [1], los cuales se definen como aquellos núcleos urbanos que presentan niveles de pobreza monetaria, y carecen de servicios de infraestructura y equipamiento (MVCS 2012) [2]. Si bien el gran crecimiento de este tipo de desarrollos se dio entre 1985 y 1995, a la fecha no ha cesado la invasión de tierras del estado, significando, en su conjunto, uno de los principales problemas urbanos y sociales a resolver en nuestras ciudades.
Esto evidentemente no es fortuito, y sus orígenes se remontan a la mitad del siglo pasado, cuando por primera vez se discutió el modelo de política destinada a resolver la creciente demanda de vivienda producto de las migraciones a los centros económicos del país. Este debate terminó por identificar a dos perfiles de ciudadano, uno con derecho a una vivienda producida por el estado, y a otro que debía resolver esta necesidad mediante la “auto construcción”. Para el primer perfil mencionado se diseñó una política de construcción de unidades vecinales, cuyos estándares variaban según la ubicación y segmento social de los destinatarios. Y para el segundo se acordó permitir la ocupación de tierras, de cuyo acceso a los servicios básicos se encargó el Estado posteriormente.
La capacidad del Estado de construir viviendas quedó rápidamente desbordada por las fuertes olas migratorias, y el modelo de “ciudad ilegal” (Calderon, 2005) se convirtió en la forma como se desarrollarían nuestras ciudades. Si bien en un primer momento los grupos invasores estaban conformados por familias que emigraban a las principales ciudades en busca de un mejor futuro, el sociólogo Julio Calderón Cockburn señala que, a partir de los años 90, y producto de la reforma neo-liberal del Estado, hubo un importante cambio de perfil. Se agudizó la conformación de mafias de traficantes de terrenos que, amparados en la liberalización del uso del suelo y los mecanismos de titulación (COFOPRI), avanzaron sobre los terrenos del estado coludidos con funcionarios y autoridades.
La reciente captura del alcalde del distrito limeño de Santa Rosa, presunto cabecilla de una de las más grandes mafias de traficantes de terrenos, es sólo un caso entre muchos otros, y pone en evidencia el poder de estas mafias, que no dudan en tomar el poder político de las ciudades para multiplicar sus crímenes.
Más allá de abordar la necesidad de tener un control mucho más estricto en la revisión de los candidatos y los partidos, lo que debemos poner sobre la mesa es el modelo de ciudad que deseamos construir como sociedad. Es evidente que seguir incentivando la urbanización del desierto, las laderas y los valles, sólo nos está llevando a construir ciudades sumamente costosas, desde el abastecimiento de los servicios básicos, el transporte y los equipamientos; frágiles y vulnerables, por la ocupación de zonas de riesgo natural; e injustas y dispares, por la discriminación entre quienes tienen acceso a la ciudad legal y los que quedan marginados en la ilegal.
Necesitamos como sociedad discutir un modelo de ciudad distinto, que se permita regenerar sectores que hoy están subutilizados, como la antigua zona industrial de Lima y el Callao, donde, por ejemplo, el Estado Peruano está invirtiendo cerca US$10 mil millones solamente en grandes proyectos de movilidad (Metropolitano, Metro línea 2, LAMSAC, etc.), o el complejo militar de “Las Palmas”, cuya superficie es similar a la de Jesús María, o el cuartel Hoyos Rubio, que se equipara en dimensiones a la Residencial San Felipe. Regenerando estos tres espacios podríamos acercarnos a resolver el actual déficit de vivienda de la ciudad.
[1] Ministerio de Vivienda, “Situación de los barrios urbano marginales en el Perú2012”. Cap.II, pág. 16
[2] Ibidem.