Este artículo se publicó originalmente en Common Edge.
Durante las últimas dos semanas, las ciudades de Nigeria se vieron afectadas por protestas contra el notorio Escuadrón Especial Antirrobo (SARS), una unidad policial establecida en 1992 para combatir los robos a mano armada. Los manifestantes contra el SARS están pidiendo la disolución de la unidad, debido a su prepotencia, ejecuciones extrajudiciales, extorsión y numerosos abusos contra los derechos humanos.
Trágicamente, las protestas llegaron a un clímax brutal el 20 de octubre, con el tiroteo de manifestantes en el Lekki Tollgate por hombres armados que se cree que son agentes del estado nigeriano. Esto provocó víctimas, que actualmente son un tema de controversia: el gobierno del estado de Lagos reconoce que dos personas perdieron la vida; grupos cómo Amnistía Internacional insisten en que las cifras son mucho más altas.
Las protestas son relativamente comunes en Nigeria, pero durante varias décadas no se ha visto nada a esta escala. Un rasgo común de las protestas de EndSARS es la apropiación casi instantánea de la vía pública, situación que genera tensión entre los manifestantes y otros residentes. Este punto álgido —entre los ciudadanos que quieren ser escuchados y los residentes que necesitan dedicarse a sus asuntos— se debe en gran parte a la escasez de espacios públicos abiertos en la mayoría de las ciudades nigerianas. Los manifestantes se ven obligados a tomar el control de las carreteras, ya que prácticamente no hay espacios abiertos lo suficientemente grandes para este tipo de reuniones públicas. En Abuja, los manifestantes en algún momento tomaron la carretera del aeropuerto, cortando el acceso a un centro comercial vital, dejando varados tanto a residentes como a viajeros. Se produjeron interrupciones similares en casi todas las ciudades donde se llevaron a cabo protestas.
Las ciudades nigerianas han sido moldeadas por una variedad de factores, muchos de ellos en conflicto entre sí: las peculiaridades de la política local, medio siglo de dominio colonial británico que aborrecía todas las formas de protesta, y varias décadas de dictadura militar cuando la disidencia se produjo era ilegal. Creo que este agujero urbano en nuestras ciudades -donde lógicamente podrían residir espacios públicos en funcionamiento- es bastante deliberado. Tanto nuestros colonizadores como nuestros dictadores compartían el desdén por las protestas y la desobediencia civil. De ahí que se sintieran mucho mejor atendidos por la ausencia de estos espacios. Incluso para una ciudad de reciente construcción como Abuja, que fue diseñada a medida para corregir los males de Lagos, la antigua capital de Nigeria, este componente urbano crucial sigue lamentablemente ausente. Irónicamente, París fue el modelo sobre el que las autoridades nigerianas modelaron su nueva capital. Los burócratas y diseñadores querían recrear los amplios bulevares de Haussmann, con columnatas de árboles y plazas públicas. Es curioso, pero no del todo sorprendente, que las autoridades descartaran este importante elemento de creación de lugares. La lógica oficial es obvia: no hay espacios públicos, no hay protestas públicas.
Históricamente, la ausencia de espacios públicos en nuestras ciudades ha sido una forma de que las autoridades coloniales y poscoloniales mantengan el poder. Negarle a la población local una salida espacial para protestar creó una cultura de represión y una docilidad cultural colectiva: ¿De qué sirve protestar si no hay lugar para protestar? Lamentablemente, este legado urbano permanece hasta el día de hoy y erosiona sutil e inexorablemente nuestra incipiente democracia. Nigeria simplemente no tiene ciudades equipadas para manejar la disidencia: las protestas a menudo han sido una pesadilla tanto para los manifestantes como para otros residentes de la ciudad. La única plaza pública de Abuja, Eagle Square, está vallada y se utiliza únicamente para eventos autorizados por el estado; el acceso se otorga a discreción de las autoridades, a quienes suelen dirigirse estas protestas. Peor aún, nuestros centros urbanos hostiles para los peatones a menudo hacen que sea poco práctico liderar protestas itinerantes. Esta tensión inevitable entre manifestantes y automovilistas es fundamentalmente un problema de diseño urbano.
Hoy, las naciones africanas están emergiendo de años de dictadura militar y políticas de hombres fuertes para convertirse en democracias en toda regla. Es fundamental que las autoridades de las ciudades de todo el continente acepten esta realidad: deben a los ciudadanos la oportunidad y la vía para ventilar sus quejas. Los espacios públicos no son solo una marca de urbanidad, sino un atributo central de la democracia misma. Deben incorporarse a la creación de lugares africanos contemporáneos, dando a todos un sentido de pertenencia y participación cívica, una oportunidad para que se escuchen sus voces. Esta realidad urbana los diferenciaría audazmente de la época de las dictaduras militares y de los colonialistas europeos que les precedieron.