En 2016 Europa se enfrentó a la migración más masiva de su historia desde la Segunda Guerra Mundial, y en países periféricos como Grecia, Montenegro y Turquía, los campamentos de refugiados no dan abasto para recibir más gente. Mientras tanto, la Unión Europea sigue enredada en negociaciones con una empoderada Turquía, país convertido en tapón migratorio desde el Oriente. Para peor, el ambiente se ha enrarecido en los últimos años por un tufillo xenofóbico y racista que se creía superado en pleno siglo XXI.
Ante el miedo y el desborde, la actual crisis migratoria en Europa ha vuelto a materializar fronteras que creíamos evaporadas. Y esto es únicamente una parte del problema, pues cientos de miles de personas que ya entraron al viejo continente viven diariamente la angustia de no saber dónde pasarán la noche, tras lograr escapar de la guerra civil en Siria, las vueltas de la Primavera Árabe y la inestabilidad sociopolítica de Afganistán.
Mientras se resuelven peticiones de asilo, procedimientos jurídicos y vacíos legales, es urgente reflexionar sobre cómo la situación de los campamentos de emergencia puede ser subsanada —mas no resuelta— gracias a los equipamientos abandonados tras la celebración de Mundiales y Juegos Olímpicos. Si bien ya existen casos de reformulación, en ningún caso ha sido consecuencia de la planificación, sino de la desesperación de autoridades y la oportunidad de refugiados, respectivamente.