Detrás de la niebla que cubre a las montañas de Bogotá en las mañanas se encuentra la casa de William Oquendo. Es un laberinto de puertas y ventanas, donde un cuarto abre hacia la cocina y el baño ventila directo al salón.
A 5,000 kilómetros de distancia, en Río de Janeiro, Gilson Fumaça vive en la terraza de la casa construida por su abuelo, luego su padre, y ahora él mismo. Está bastante bien arraigada: hecha de ladrillo y mortero en el primer piso, concreto reforzado en el segundo, y una combinación caótica de tejas de zinc y ladrillos sueltos en el tercero. Este último es la contribución de Gilson, que irá consolidándose a medida que aumenten sus ingresos.
Al otro lado del mundo en Bombay (Mumbai desde 1995), hay viviendas que invaden los rieles del tren suburbano, construidas y reconstruidas tras innumerables esfuerzos de demolición. “El entorno físico de la ciudad está en movimiento perpetuo,” observa Suketu Mehta en ‘Maximum City’. [1] Hay ranchos hechos de bambú y bolsas plásticas, y familias que viven en andenes y debajo de puentes, en hogares precarios levantados con las uñas. Mientras Dharavi—conocido como el tugurio más grande de Asia—cuenta con una vivienda de mejor calidad, agua corriente, electricidad y tenencia de la tierra, esto no es norma para la mayoría de los nuevos habitantes de la ciudad.