Alrededor de la una de la mañana en El Cairo, y pese a la oscuridad de la noche, todo se siente amarillo. Llegar a una ciudad de 9 millones de habitantes con un aeropuerto que mueve 3 millones de personas diarias es sobrecogedor, abrumador, o como diría Lovecraft describiendo a los que acechan en la noche, indescriptible e innombrable. En la penumbra, ya en la habitación de un hotel que algún lejano día tuvo su esplendor, puedo ver a lo lejos, escondida tras la siempre presente niebla, a la Gran Pirámide de Giza.
La ciudad implacable devora casi todo a su paso, el desierto hace resistencia, el turismo hace lo suyo y la esfinge por ahora solo observa. Alrededor de los lugares históricos siempre se está trabajando en restauración y arqueología, uno se saca el polvo del pie y encuentra vestigios: Sakkara —la pirámide escalonada —siempre está con andamios gigantes en madera seca, vieja de tanto caminar y esperar un nuevo descubrimiento para que cada puntal pueda descansar. El calor es sofocante en El Cairo, y si bien la memoria colectiva lo asocia a las pirámides y la esfinge, su vida respira desierto, diversidad, turismo, comercio y religión.